ojo privado

17.11.08

El hilo negro



Carlos López Degregori
El hilo negro
Borrador editores, 2008
91 pp.



AMENAZA FANTASMA

1
Carlos López Degregori (Lima, 1952), autor de algunos poemarios notables como Cielo forzado, Aquí descansa nadie o Flama y respiración, entrega ahora El hilo negro, un poemario nuevo hecho a partir de sus poemas en prosa (una forma poética, por cierto, kilométricamente alejada de lo pomposo y vacío de la prosa poética) con el que López pretende seguir transportando al lector a los mismos parajes desolados en los que se construye su obra, esta vez con una cara novedosa, distinta, más aterradora que nunca.

2
Uno abre El hilo negro y es recibido de entrada por un breve texto que en realidad es una advertencia para su lectura: en tres movimientos, López explica la transformación de la veintena de poemas viejos en algo completamente nuevo y autónomo. Así, la clave del libro es su estructura: el nuevo orden de los textos es todo un hallazgo y le basta al autor para construir una aventura poética totalmente nueva para el lector. Porque El hilo negro no es una “antología de sus poemas en prosa”. O sí lo es, pero hablar de simple reunión de poemas sería reducirlo a su costado más inofensivo. Más interesante es considerar el libro como un nuevo poemario –porque, efectivamente, lo es–; y, a partir de ello, aún más interesante es prestar atención a sus posibilidades narrativas e intentar leerlo como un relato, un dramático relato de terror hecho de poemas de amor y perdición.

3
El libro se divide en tres secciones en los que únicamente sobreviven episodios claves de lo relatado. En “Voces”, la primera sección del libro, los poemas se organizan a partir de desconocidas voces ambulantes que, como una encantadora amenaza o una dulce fatalidad, aparecen de pronto frente al hablante para comunicarle algo y/o generar alguna experiencia que al final terminará por afectarlo decisivamente: “Alguien viene a tu habitación esta noche y te dice al oído: levántate, he venido para llevarte”.

4
La segunda sección, “La piedra en la cabeza”, alude desde luego a la imaginaria piedra de la locura, cuya “extracción” era una operación frecuente en la Edad Media. Dicho concepto, trabajado por igual por pintores medievales como El Bosco y por poetas contemporáneas como Alejandra Pizarnik, es tomado por López como referencia para vincularlo con las lógicas no racionales y con las formas de enajenamiento originadas por la escritura y/o por el amor: “Repito, Aldana, tu amoroso nombre de amor que habrá de perderme”. Así, la trama del relato avanza y entonces es posible comprobar que, en primera instancia, la falta de contacto físico no es obstáculo para la enajenación amorosa del hablante/personaje; al menos hasta que llegue el momento en que se origine el quiebre y, por oscuros designios, la combinación de pasión amorosa y contacto físico desencadene esa especie de locura que solo concluirá con la destrucción del ser amado: “Lo primero es la pasión, repetí. Porque llega un día en que el mar exige un sacrificio. Tienes que afrontarlo. Tenderte en un hotel y esperar que la marea llegue hasta la cama. Cerrar definitivamente la mano en el cuello amoroso. Extraer la piedra que brilla en la cabeza”.

5
De ese modo, la sección final, “Cruces de la carretera”, resulta la consecuencia trágica de lo anterior y representa la decadencia última a la que arriba aquel para quien lo vivido y lo imaginado se funden en ese presente marchito del condenado a un pasado horrendo y demencial, de fantasmagóricas sombras femeninas, que lo perseguirá para siempre: “Nunca he podido recordarla con exactitud. En mi memoria suele cambiar de rostros y vestidos y solo su cuello helado permanece. Tampoco sé por qué lo hice. Supongo que todos vivimos persiguiendo un fulgor y cuando al fin tropezamos con él sencillamente enloquecemos”. Adicionalmente y en relación con lo anterior, se alude al “encuentro” con personas muertas que alguna vez pudieron significar algo a lo largo del camino o del proceso.

6
La estructura tripartita del poemario (o del relato) traza con ello su propia dirección: una historia esencial labrada a partir de imágenes extremas, cuya narratividad acumula símbolos y exploraciones metafísicas que completan la trama y la complejizan. López Degregori factura, así, uno de sus libros más potentes valiéndose del énfasis en la estructura, en la continuidad del hálito de misterio como efecto de una(s) trama(s) escindida(s), como un proceso episódico de constantes amenazas a las vidas alucinadas y perdidas que habitan ese pueblo fantasma en que se ha convertido su obra poética.



(Publicado previamente en Porta 9)

28.9.08

El cristal en pedazos



Mario Bellatin
El Gran Vidrio
Anagrama, 2007


En una entrevista imaginaria al final de El portero y el otro, el narrador uruguayo Mario Levrero se pregunta y se responde a sí mismo acerca de las formas autobiográficas de narración: “Yo hablo de cosas vividas, pero en general no vividas en ese plano de la realidad con el que se construyen habitualmente las biografías”. Es muy posible que este cuestionamiento a las nociones tradicionales de biografía y realidad sea el mismo del que parte Mario Bellatin al momento de concebir y diseñar El Gran Vidrio.

Ya en algunos libros anteriores una de las obsesiones de Bellatin era convencer al lector de que sus historias de ficción eran verdaderas, es decir, que habían sucedido en la “realidad”, al mismo tiempo que forzaba lo verosímil de la narración. Lo ha intentado en Shiki Nagaoka: una nariz de ficción, acompañando lo relatado de una serie de documentos que probarían la existencia del personaje principal; y en Perros héroes, adjuntando al texto una suerte de testimonio gráfico. En ambos casos las fotografías eran los elementos que operaban como puentes entre lo que comúnmente se conoce como ficción y realidad.

En el caso de El Gran Vidrio, Bellatin se vale del género de la autobiografía –más precisamente de la credibilidad que posee la autobiografía en términos de verdad– para violentarla, para utilizarla como una especie de cáscara, de concepto vacío para ser llenado de una manera distinta a la habitual. He ahí el camino que se propone Bellatin en este libro. Y sí: funciona. Al revisar el subtítulo que lleva el libro y que sirve como marco de lectura, “tres autobiografías”, nos damos cuenta de inmediato que con ello Bellatin echa por tierra la idea tradicional de que una autobiografía es única, irrepetible, invariable. Bellatin no propone solo una. Pero tampoco dos, previendo quizá una lectura especular en la que en finalmente ambas no serían más que una. Así, las tres autobiografías (de las muchas posibles) que el libro incluye proponen capturar de modos distintos algunos retazos de lo real en relatos de diferente naturaleza. Si en libros anteriores Bellatin incluía fotografías y documentos para probar el carácter verdadero de los hechos y de los personajes, en El Gran Vidrio él mismo se incluye como personaje como prueba irrefutable de veracidad.

El primer texto, “Mi piel luminosa”, narra la historia de un niño exhibido en público con los genitales al aire por su madre, quien se beneficia con la obtención de objetos diversos. Cada una de las oraciones que conforman el texto está numerada y separada de las otras, a la manera de versículos propios de la poesía. Por supuesto, la idea no es gratuita: la intención de tal procedimiento es enfatizar el espesor simbólico de cada frase. De esa forma, una de las posibles lecturas nos devela que estamos ante un texto autobiográfico de tipo simbólico: Bellatin cuenta de esa forma un pedazo de su propia biografía, concretamente sus inicios como escritor en relación con el mundo literario imperante en la época.

El segundo texto, “La verdadera enfermedad de la sheika” –cuyo título hace referencia a “La enfermedad de la sheika”, un antiguo texto suyo publicado–, Bellatin apela a lo imaginario: la ficción y el sueño como formas igualmente válidas de aprehender la realidad. Es más, propone que lo autobiográfico bien puede hallarse a partir de lo previamente escrito y de lo soñado. La narración del suceso principal se confunde con ideas y personajes que aparecen tanto en los libros que el autor-personaje ha escrito como en sus propios sueños, configurando así una realidad nueva por medio de múltiples planos de la realidad.

El tercer texto, “Un personaje en apariencia moderno”, apela en principio a la realidad que surge del recuerdo. El recuerdo y su carácter subjetivo adquieren estatus de realidad objetiva. Una vez más aparece la idea de una realidad compleja, múltiple, que se compone también del recuerdo, de sus posibilidades y de aquello que el cerebro es incapaz de recordar. Esta última autobiografía es, a su modo, un mix de lo anterior. Aquí, además, el autor-personaje pasa de ser hombre a narrarse a sí mismo como mujer, lo que inevitablemente hace recordar al personaje que muta de sexo en Cómo me hice monja de César Aira. Pero si en Aira la jugada tenía que ver con el relato de una crisis de identidad relacionada con lo vocacional, en Bellatin el procedimiento responde a que el gesto autobiográfico va más allá de la composición del personaje principal.

Con respecto a sus primeros libros, hay en Bellatin una evidente evolución. Si al principio optaba por los mundos cerrados declaradamente ficcionales, sin relación con el mundo exterior, desde hace algunos libros la intención es otra, quizá más ambiciosa: forzar las formas tradicionales de hacer literatura, por lo que sus libros son también un cuestionamiento de los límites entre realidad y ficción. Ciertamente no es una idea novedosa ya que se encuentra en los escritores más interesantes de la actualidad (y que, por supuesto, proviene de Borges). Pero en Bellatin la idea cobra un nuevo aire: siempre se manifiesta extrañamente. El Gran Vidrio es, así, un paso adelante en la obra de Mario Bellatin, y al mismo tiempo un descenso profundo en pos de esa exploración del abismo que es la búsqueda de nuevos caminos para la literatura.


(Publicado previamente en Porta 9)

15.9.08

David Foster Wallace (1962-2008)


David Foster Wallace (1962-2008)


David Foster Wallace murió el fin de semana, y la noticia sonaba como una broma oscura, monstruosa, quizá propia de alguna página de su obra literaria. Pero era verdad. Su mujer lo encontró al llegar a casa. Se había ahorcado. Tenía 46 años.

Y un enorme talento.

Había quienes decían que era el mejor escritor de su generación. A lo mejor lo era. No lo sé. Pero la noticia de su muerte me hizo pensar en Bolaño: como él, era un autor con una obra sólida, que se acercaba al medio siglo de vida y que, de pronto, desaparecía en medio del elogio cada vez mayor de la crítica y de otros escritores jóvenes que reconocían su influencia.

Pero Foster Wallace había empezado a ser celebrado desde temprano en pequeños círculos, hasta que su consagración llegó de la mano de su segunda novela, de más de mil páginas, significativamente titulada La broma infinita. Sobre todo escribía cuentos, pero era además un intrépido ensayista. Lo primero que yo leí de él fue La niña del pelo raro, su primer libro de relatos. Un libro que me dejó desconcertado. Perplejo.

Conecté de inmediato con ese estilo sencillo pero elocuente y sobre todo con ese afilado humor negro, corrosivo, con los que intentaba escarbar en lo más turbio de la psicología y del comportamiento cotidiano de la gente en clave de parodia. Así, llegué a sintonizar con su forma personal de enfrentar el arte de escribir: en ella la experimentación literaria no estaba disociada del oxígeno de la cultura pop ni del pulso firme del cronista de la existencia contradictoria, solitaria y ridícula del ser humano. Foster Wallace era eso para mí: la capacidad de pasar por múltiples registros para capturar el retrato, verdadero por retorcido, de la sociedad norteamericana contemporánea y sus excesos. Había también algo de irrealidad en lo que resultaba de todo ello, y quizá fue eso lo que terminó por cautivarme.

La pasaba bien con Foster Wallace. Me hacía reír. O sonreír. Y solo ahora empezamos a saber que detrás de esa literatura tan vital y delirante había un ser humano atormentado, hundido por décadas en la depresión. Pero en fin. Ahorrémonos las conjeturas. De todos modos, nunca sabremos nada con exactitud. Lo único que nos queda ahora es su obra y las ganas de leerlo y releerlo hasta agotarlo, y solo entonces quizá podamos comenzar a pensar en ciertas otras cosas. Por ejemplo, en esos libros excesivos, audaces y estupendos que David Foster Wallace ya nunca volverá a escribir.

31.8.08

Entrevista a Óscar Hahn



(Sí: seguimos con Óscar Hahn. Agosto es el mes de Hahn en ojo privado.)


Llego al hotel a la hora pactada. El día anterior me habían presentado a él como “el periodista que lo entrevistará mañana”. Él, inmutable. Y ahora Hahn me recibe con una cordialidad fría, distante. Mientras nos dirigimos al lobby pienso en que es preciso romper el hielo como sea. “En el lobby hay mucha gente”, me dice. Caminamos sin rumbo, en silencio. Entonces Hahn me pregunta si me parece bien ir a la cafetería. “Sí, estaría bien… aunque hubiese preferido el Café Berlioz”, respondo, aludiendo a un poema suyo. El poeta ríe. Buena señal.
En lo que sigue hablamos con Óscar Hahn de todo un poco: su obra, la crítica, la guerra, el rock, las elecciones norteamericanas, Bolaño.

SU OBRA

Buena parte de la poesía chilena se caracteriza por su exuberancia verbal. En ese escenario, su poesía se sitúa proponiendo lo contario: las virtudes de lo conciso, del equilibrio, incluso las posibilidades del silencio…
Así es. Mira: yo últimamente estuve leyendo las poesías completas de Walt Whitman, Había leído antes poemas sueltos como el “Canto a mí mismo”, pero las poesías completas no las había leído y me di el trabajo de leerlas. Y ahí me quedó una cosa clara: que toda la poesía chilena o hispanoamericana que utiliza ese lenguaje ampuloso y exuberante proviene de Whitman. Me encontré con poemas de Whitman que eran muy parecidos a poemas de Neruda, hasta frases muy semejantes… Así que yo diría que esa es la fuente: la poesía whitmaniana. Y Whitman es un gran poeta, sin duda. Pero no es el tipo de poesía que tenga que ver con mi carácter ni con mi manera de ser ni con mi forma de concebir la poesía. Puede sonar un poco raro, pero yo estoy convencido de que la poesía tiene mucho que ver con el carácter de la persona. Porque yo soy una persona más bien retraída, parco en palabras, estoy poco tiempo al aire libre, paso mucho tiempo encerrado en casa. No soy nada sociable. Entonces mi poesía tiene que ver con eso: una poesía que utiliza la menor cantidad de palabras para expresar lo que quiere decir. Y que lo dice también en un tono introspectivo. Y aunque sea el caso de hablar sobre Hiroshima, –tema que desde luego no es introspectivo–, de alguna manera ese hecho externo, histórico, está como interiorizado en mi poesía: el hecho objetivo se transforma en una serie de visiones personales, inconscientes, que hay dentro de mi cabeza.
En un ensayo suyo sobre Carlos Germán Belli, dice del hablante de sus poemas que el refugiarse en un sistema poético codificado desde hace siglos le ofrece la seguridad de pertenecer a un orden inmutable, a una edad dorada de la humanidad. Su caso es distinto: su hablante va y viene de las formas tradicionales al verso libre como si el tiempo no existiera, o como si todo fuera presente…
Claro. El uso de la métrica tradicional en mi caso, como sabes, no es único. Tengo una gran cantidad de poemas en verso libre. Y eso tiene que ver con que yo no considero ninguna forma particular como única. Es decir, ni privilegio completamente el verso libre ni el verso tradicional sino que utilizo los dos. Tengo una idea pluralista acerca de la poesía: pienso que las distintas formas –antiguas, modernas y las del siglo XXI– tienen que integrarse. Por ejemplo, en mi último libro, Pena de vida, hay dos poemas que podrían ser el ejemplo perfecto: hay un soneto sobre el Marqués de Sade y hay un rap. Y los dos conviven perfectamente en el libro.
Usted ha dicho que nunca ha planeado escribir poesía racionalmente, que sus poemas son como “apariciones” que surgen espontáneamente. Pero por otro lado, sus poemarios, sobre todo los primeros, son muy unitarios temáticamente. ¿Cómo podría explicar esta aparente paradoja?
Mi primer libro, Esta rosa negra, fue escrito a los diecisiete, diecinueve años, con temática total de la muerte. Pero yo en ningún momento decidí hacer eso. La muerte no era una preocupación mía en ese momento como joven. Para nada. Y cuando empezaron a surgir esos poemas salieron solos, tal cual. Surgieron espontáneamente, sin que signifique escritura automática, surrealista ni nada de eso. Son, como les digo, apariciones, y a partir de ahí yo trabajo el poema: altero algunas cosas y decido el título. Pero básicamente el poema ya está.

LA CRÍTICA

A partir de unos poemas suyos en Versos robados que aludían al inconsciente, cierta crítica lo vinculó con el surrealismo. Una etiqueta apresurada y, en realidad, bastante desacertada…
Claro, y es que la crítica tiene estos lugares comunes permanentes, está como precondicionada. Para la crítica, inconsciente significa surrealismo y surrealismo significa inconsciente. De manera que cuando yo escribo un poema que se llama, por ejemplo, “En la playa nudista del inconsciente” lo primero que se les ocurre es: “inconsciente igual surrealismo”, en vez de pensar “bueno, ¿en realidad es un poema surrealista? ¿O soy yo quien está haciendo la asociación?” Porque resulta que ese poema no es surrealista. Y eso pasa frecuentemente. Yo siempre le reclamo a la crítica que suele partir de los mismos esquemas en vez de ir al poema, leerlo y recién entonces determinar qué tipo de poema es. No ir con el prejuicio de que si leen un poema mío que se llama “Los heraldos negros”, tiene que ver con Vallejo, aunque el poema no guarde ninguna relación con Vallejo salvo en el título. Porque entonces si yo le cambio el título y le pongo el de un poema de Belli, dirán “ah! Belli”, y si le pongo un título de Cisneros, “ah! Cisneros”. Es el poema mismo el que tiene que decir qué poema es y no los estereotipos que tiene la crítica en la cabeza.
Una crítica preconcebida…
Claro, Una crítica preconcebida totalmente.

EL CINE, EL ROCK

Su poesía es muy visual. En muchos poemas usted parece un montajista de cine, usa mucho ese y otros procedimientos propios del cine…
Sí, han dicho que en mis poemas hay como mucha influencia del cine, que si alguien quisiera filmarlos lo único que tendría que hacer es seguir las imágenes en el orden en el que están en el poema. Como si fuera un guion hecho ya.
Su poema sobre Kurt Cobain me llamó mucho la atención. Es raro: podía imaginarme a Elvis o a Duke Ellington en sus poemas, pero no me imaginaba a Cobain como referente suyo…
Me preguntaron hace un rato por el asunto del rock and roll, y les expliqué que yo soy de una generación en la que hubo un momento en que no existía el rock and roll. De igual manera que le digo a mis hijos, que son más o menos de tu edad, que hubo una época en que no existía la televisión. Es una cosa increíble. La televisión era como de otro mundo, era como ciencia ficción. Con el rock pasó lo mismo. Hasta que de repente, en la década del cincuenta, yo escucho una canción de Elvis Presley, que traducida al español se llama “Hotel de las nostalgias”, y en ese momento me di cuenta de que era algo completamente distinto a la música que se tocaba en esa época, que eran boleros y cosas así. Era como una revolución. Y a partir de ahí yo me hice muy admirador de los cantantes de rock, asistí a muchos conciertos allá. Viviendo treinta y cuatro años en Estados Unidos, imagínate: he visto a todo el mundo en persona, a los Rolling Stones, Beatles, Nirvana, entre otros, por lo que forman parte de mi cultura personal sobre música popular. Entonces no es raro que aparezca un poema a Kurt Cobain, ya que forma parte de mi repertorio.

LA MUERTE, LA POLÍTICA, LA GUERRA

Con respecto a Arte de morir, en sus últimos libros la muerte ha pasado de ser un tema netamente literario a ser un tema más personal y hasta más explícito en sus vínculos con lo filosófico e incluso con lo político…
Claro, en la época de Arte de morir, con dieciocho o diecinueve años, yo no tenía ninguna conciencia sobre la muerte. La única idea provenía de la literatura. Aunque tienes seres queridos que mueren uno lo ve desde afuera. Ahora que tengo setenta años es muy distinto, porque uno tiene la sensación de que la muerte es algo que puede aparecer en cualquier momento. Entonces hay algo como una “previvencia” de la muerte, que ya no viene de la literatura sino de adentro, del proceso que uno vive como persona ya mayor.
Usted es ciudadano norteamericano. ¿Cómo ve las elecciones en Estados Unidos? Intuyo que puede estar de lado de Obama debido a su discurso antibélico…
Sí. Yo decidí apoyar a Obama desde el principio, cuando anunció su candidatura y nadie daba un centavo por él. Estaba bajísimo en las encuestas, y se suponía que Hillary Clinton iba a ganar tranquilamente. Pero a mí me pareció que el mensaje de él era muy novedoso, distinto. Además de que estuvo siempre en contra de la guerra de Irak desde el principio. Eso era fundamental. Así que decidí que era mi candidato. Y resulta que la primera sorpresa que se da es en Iowa, que es donde yo vivo y que tiene una población negra del cuatro por ciento. O sea: noventa y seis por ciento de población blanca, y gana Obama. Yo dije: “sí se puede”. Luego ya comenzó a ganar en otros lugares e hizo lo que nadie creía que fuera posible: derrotar a Hillary Clinton, con toda la maquinaria con que cuenta el Partido Demócrata. Y ahora hay toda una campaña sucia que intenta desprestigiarlo… Veremos qué pasa.
Y ahora que menciona la guerra, pienso en su libro Imágenes nucleares, han pasado veinticinco años pero cobra actualidad, casi como si lo hubiera escrito ahora…
Yo tuve esa conciencia de la barbaridad, del salvajismo que significa la guerra. Es que siempre, desde muy joven, me he preguntado: ¿cómo es posible que personas civilizadas –supuestamente civilizadas– validen algo que se llama la guerra, que consiste en matar a otras personas? Es algo que no me cabe en la cabeza. Y lo peor es que ahora la gente lo toma como algo normal.
Claro. Está interiorizado en las personas…
Está completamente interiorizado. Mira: mientras no se terminen las guerras, el hombre no habrá salido de la barbarie. Eso está claro. Todo lo demás, la tecnología, etcétera, es puro barniz. Esa es la gran prueba: llegar a que la guerra sea considerada una aberración, así como la pedofilia o el incesto…
Pero, por el contrario, se vende la idea de la guerra como una necesidad…
Exacto. Pero la guerra podría borrarse de la faz de la tierra sin muchos problemas.

CHILE

Siempre me ha llamado la atención el hecho de que aquí en Perú cada cierto tiempo se publique algún libro suyo. Eso no sucede para nada con otros poetas extranjeros. Usted parece un poeta peruano…
Sí. Yo siento que mi poesía es mucho mejor apreciada fuera de Chile que en Chile. O sea, tengo mejores lectores peruanos, mexicanos, españoles, incluso norteamericanos, que chilenos. Los chilenos pareciera que tuvieran una especie de anteojeras hacia mi poesía.
Seguro. Una vez usted dijo que en Chile conocían únicamente Arte de morir y Mal de amor, sus dos primeros poemarios, y que al parecer lo demás no existía para ellos. ¿Considera que hay cierta mezquindad en la crítica de su país o cree que su obra no ha sido comprendida cabalmente?
Yo diría que las dos cosas: hay mezquindad por una parte, y por otra, la crítica chilena es incapaz de leer nada sin que tengan encima a Neruda o a Nicanor Parra. Si tú los sacas de ahí no saben qué hacer con los poemas. En cambio, un español o un peruano que lee un poema mío, no va a estar pensando en Neruda. Lee el poema y punto. La crítica chilena no sale del prejuicio. Entonces allá es como “si no es como Neruda, no vale la pena” o “si es como Neruda, no vale la pena”. Se lee a través de Neruda. Y con Parra es igual. Un lector de ambos podría encontrar las diferencias con Parra; para empezar, Parra jamás ha escrito un soneto como lo hago yo. El tema de la guerra, que está presente en mi poesía, está completamente ausente en Parra, no existe. El tema del amor, que es muy gravitante en mi poesía, es casi inexistente en Parra. Tendrá un par de poemitas sueltos y punto. El uso de las formas clásicas, etcétera. O sea: un crítico inteligente podría encontrar más diferencias que similitudes mías con Parra.
Tengo entendido que está viviendo en Chile. ¿Ha regresado definitivamente a radicar en Chile o de todas formas regresará a Iowa?
Ahora estoy en un momento que podríamos llamar exploratorio, en el que he llegado a Santiago hace un mes, después de treinta y cuatro años de ausencia, para ver cómo me sentía, para ver si podía hacer mi vida ahí o si ya estaba tan acostumbrado a Estados Unidos que no iba a poder. Entonces estoy en esa etapa de ver qué pasa, cómo me siento, que puedo hacer ahí o no. Aunque creo que voy a pasar parte del año en Chile y parte del año en EE.UU. Es lo más probable.

BOLAÑO

No puedo dejar de preguntarle por Roberto Bolaño, el escritor chileno más visible de los últimos años ¿Lo ha leído? ¿Qué opina acerca de su obra?
Por supuesto que lo he leído. A mí lo que me atrae de él –aunque yo no soy un gran lector de narrativa, lo debo confesar– es que él incorpora a la narrativa chilena e hispanoamericana una suerte de frescura, hay una cosa fresca en su prosa. Y una autenticidad en él. Una persona muy auténtica, no es que él quiera presentarse de tal o cual manera: él es como es nomás y eso se nota. Ahora, él ha tenido un gran éxito internacional, en todas partes donde he estado él es figura. Por ejemplo, leí el New York Times no hace mucho y encontré una reseña al último libro que le publicaron, Los detectives salvajes, con valoración óptima. Y después uno lee en Le monde una reseña óptima sobre el mismo libro, y en España otra reseña sobre el mismo libro y es óptima también. Entonces uno dice: “bueno, algo tiene que haber aquí, no puede ser coincidencia”. Y sin embargo, hay otros que opinan diferente: piensan que es un escritor sobrevalorado, dicen que Bolaño solo representa un momento de la historia de la literatura. Eso solo se verá más adelante, no ahora.
Se ha formado una especie de mito en torno a él…
Como si la palabra de Bolaño fuese la palabra de Dios. A mí los periodistas me preguntaron por la novela Estrella distante –que por ahí en un ranking salió como una de las diez mejores novelas latinoamericanas del siglo XX. En una parte del libro él me menciona a mí como uno de los poetas que leían los personajes, y eso ha hecho que me pregunten: “¿Cómo se siente usted de que Bolaño lo nombre en su novela?” Y lo que yo digo es que preferiría que me preguntaran cómo me siento por escribir esos poemas y no porque Bolaño me nombre. Pero en fin, los periodistas son así. Es como si Bolaño fuera la aduana: “Ya lo nombró, entonces pasa, es un buen escritor”. Pero Bolaño ahí mencionó a poetas harto malos también (ríe).

(Publicado originalmente en Porta 9)

22.8.08

Óscar Hahn, el exorcista


El poeta Oscar Hahn (Iquique, 1938) es chileno pero bien podría pasar por peruano: cada cierto tiempo algún libro suyo es publicado en nuestro país por algún editor/lector agradecido, de modo que su obra aparece siempre renovada y lista para ser leída por una generación nueva de lectores de poesía. Ya en la década del sesenta —junto con las óperas primas de Heraud, Cisneros y Hernández— Javier Sologuren llegó a publicar la plaquette Agua final. Posteriormente se han publicado aquí un poemario más, dos antologías y un compendio de ensayos sobre su obra. Y por si fuera poco, acaba de publicarse su obra poética completa.

Teniendo en cuenta que el nuestro es un país con una tradición poética importante a cuestas, el dato anterior de seguro no es menor. ¿Qué hay en esta poesía que la haga tan atrayente para nosotros? La respuesta más obvia es la calidad. Siempre me llamó la atención que prácticamente ningún poemario suyo desentone frente a los demás. Evidentemente Arte de morir es un gran libro, pero todos los demás son también bastante parejos, y si alguno destaca entre otro se debe a la mayor cantidad de poemas notables que incluye. En su presentación en la Feria, Hahn intentó por su parte resolver con humor el asunto, asegurando que su abuelita peruana estaba detrás de todo. Al final, es muy probable que la respuesta tenga mucho que ver con la originalidad de su propuesta.

Porque en la tradición de la alta poesía chilena, donde acaso la seña más visible sea la exuberancia verbal, Hahn se ha instalado proponiendo justamente lo contrario: las posibilidades de la condensación y de la exactitud, de las simetrías, de hacer hablar al silencio. No es una poesía que se cobije en lo de moda. Es más bien un tipo de poesía que fagocita todo lo que le conmueve: los motivos de los cancioneros medievales, la métrica del siglo de oro y las cifras borgianas tanto como el relato fantástico, el habla coloquial, los modismos chilenos y, en fin, toda forma de cultura clásica o contemporánea.

Sorprende el carácter visual de su poesía: Hahn escribe como si fuera un guionista de cine o un director de montaje y los versos fueran fotogramas que narran historias, de amor o de muerte, que concluyen con un efecto poético que golpea fuerte. Sus primeros libros, incluso, llevan al extremo de la obsesión ambas temáticas. El amor y la muerte. Eros y Tánatos. Pero en ambos poemarios estos temas no son absolutos sino que conviven y se confunden y quizá sean uno el revés del otro. Porque en ambos libros palpita un temor y una posibilidad: que el Amor y la Muerte terminen en el mismo lecho. Da igual la forma. Porque si en una habitación ambos están haciendo el amor, en la otra estarán siendo velados.

Pero la poesía de Hahn es también una poderosa voz de alarma frente a los cataclismos cotidianos en la urbe contemporánea: el apocalipsis de la segunda guerra mundial como si fuera una pesadilla de ciencia ficción que sucede ante nuestros ojos abiertos. Imágenes nucleares resulta, así, una visión de Hiroshima escrita con sangre radiactiva donde “solo al muerto en incendio le es dado ver esas canciones”.

Hahn es, ciertamente, uno de los poetas contemporáneos más originales de nuestra lengua. Su poesía es una alucinación de medianoche donde conviven lo clásico y lo contemporáneo, lo erótico y lo tanático, lo cotidiano y lo fantástico, lo erudito y lo lúdico. Prevalece un mismo tono y una amplitud de registros que enriquece su poder expresivo. La poesía de Hahn es, finalmente, una forzada aproximación a la zona cero de la realidad: aquella que explotó y explota a cada instante y por la que transitamos continuamente sin apenas darnos cuenta.



ARTE POÉTICA

La puta madre de mi poesía
la frígida la virgen la caliente
la que me pone cuernos en la frente
la que aprieta los muslos a porfía

y no me suelta lo que yo querría:
la flor de su hermosura irreverente
su corola que late noche y día
envuelta en llamas y en rocío ardiente

La que me engaña con cualquier vecino
con Rilke con Pessoa con Vallejo
la que traza en los astros mi destino

La beata la agnóstica la impía
la que pinta mis labios en su espejo
la puta madre de mi poesía

31.7.08

Archipiélago posible



(Escribí esta reseña hace bastante tiempo ya. Finalmente apareció el mes pasado en la revista Letra de Cambio.)

Carlos Yushimito. Las islas. Lima, SIC libros, 2006, 159pp.


En los últimos años, la constante aparición de narradores jóvenes en la escena literaria local se ha convertido en un fenómeno a todas luces interesante. El abanico de libros publicados ofrece una variedad temática y estilística novedosa que merece atención. Pero ciertamente no todas son óperas primas escritas con verdadera conciencia artística y talento a considerar. Algunos libros de cuentos o novelas, a pesar de que como conjunto quizá muestren falencias e imperfecciones, sí consiguen sorprender al lector gracias a la fuerza de narraciones en las que, aunque todavía en gestación, palpita un mundo personal.

Las islas de Carlos Yushimito se inscribe en ese grupo. Se trata de un conjunto de cuentos que tiene como marco geográfico a Brasil, específicamente las favelas y la zona desértica. El autor se sirve de una serie de procedimientos y estrategias discursivas (datos escamoteados, saltos en el tiempo, múltiples perspectivas, interrupción de la narración lineal, etc.) directamente heredados del Boom Latinoamericano y concretamente de Mario Vargas Llosa, de quien tiene además su novela La guerra del fin del mundo como referencia importante en la construcción del libro. Pero además de la técnica vargasllosiana resuena el magisterio de otros autores latinoamericanos: la densidad de la prosa de Guimarães Rosa; el submundo marginal de mafiosos, matones y prostitutas de Rubem Fonseca; y el lenguaje metafórico y de aliento poético de García Márquez en el diseño de un territorio personal que, lejos de ser simplemente parte del decorado, cobra vida ante los ojos del lector. Con la influencia visible de estos autores y del cine —apreciable sobre todo en la construcción de escenas y en el manejo de los encuadres—, Yushimito consigue hacer creíble un territorio donde el poder se expresa únicamente a través de la violencia; un territorio que funciona como un sórdido marco para la inclusión de personajes violentos cuya miseria y sujeción al poderoso no los libra en el fondo de una actitud épica frente al desencanto de la vida.

En una visión de conjunto, más allá de la locación brasileña, la relación entre Las islas y La guerra del fin del mundo se encuentra sobre todo en la épica urbana en escenarios marginales (“Bossa Nova para Chico Pires Duarte”, “Tatuado”) y en la tensión entre lo social y lo íntimo de las relaciones humanas (“Tinta de pulpo”, “Seltz”). Yushimito suele insertar a los protagonistas de Las islas en el proceso de una experiencia reveladora, en la que no suelen racionalizar los problemas por los que atraviesan, sino que se oponen o se dejan llevar por ellos siguiendo siempre su instinto, su propia percepción inmediata del conflicto. Porque en estos personajes —que suelen ser marginales de todo tipo— se puede adivinar, a partir de sus diálogos y sus acciones, una búsqueda de sentido para sus vidas (y en otros casos peores, solo un anhelo de supervivencia). Justamente por ello la mayoría se somete dócilmente a Pinheiro, hombre poderoso y líder social al que se relaciona con lo divino-superior que garantiza un orden. Es el poder como promesa implícita de vida posible. En esa línea, se puede establecer un vínculo entre estos personajes y los fanáticos seguidores de Antonio Conselheiro, aquel predicador religioso vargasllosiano del poblado de Canudos.

En estos cuentos de intrigas y revelaciones sobresalen “La isla” y “Seltz”, dos relatos temáticamente diferentes pero parejamente logrados en los que el autor alcanza su mejor nivel. Con respecto al manejo del lenguaje, a lo largo de los cuentos éste suele ser eficaz: salvo en “El mago”, el alucinante relato que cierra el libro, esa ‘falta de correspondencia’ entre el ritmo cadencioso, a veces poético, de la prosa y las anécdotas duras de personajes en contacto directo con la muerte es la que consigue un efecto perturbador en el lector. Los textos evidencian en general un arduo trabajo lingüístico que casi siempre funciona, aunque se advierta por momentos una prosa excesivamente recargada y gratuitamente enrevesada.

El Brasil de Yushimito no pretende ser referencial en un sentido realista. Es un Brasil personal. Se trata, como ha confesado el mismo autor, de un país inventado y modulado a partir de la música y de sus lecturas literarias: las regiones áridas y las zonas marginales en las que se ambientan, respectivamente, las narraciones Joao Guimarães Rosa y Rubem Fonseca. Por eso mismo, refiere un Brasil que puede ser. El territorio brasileño de Las islas es, así, una ficción a partir de la ficción. Pero este desplazamiento no es nada gratuito: el autor no pretende evadir la realidad nacional, sino que intenta hablar (también) de ella desde el extrañamiento de los referentes, desde un escenario que, por medio de la máscara brasileña, haga más verosímil lo narrado. En efecto, aquí lo brasileño funciona como una careta que, al tornar extraña la atmósfera de los cuentos, potencia las posibilidades de lectura. De ese modo, el territorio marginal y lumpenizado de las favelas brasileñas del libro puede ser (por ejemplo) leído perfectamente como un microcosmos latinoamericano.

Siguiendo esa probable filiación, finalmente quiero referirme a uno de los cuentos más importantes del libro, “Bossa Nova para Chico Pires Duarte”. Visto como parricidio, el asesinato del poderoso Pinheiro bien puede funcionar como punto de partida para una lectura política del libro, vinculada con los gobiernos tiránicos y dictatoriales del Perú y del continente. Porque la breve saga de Pinheiro y sus matones es la crónica atomizada del padre dominador que, durante mucho tiempo, disfruta enfermizamente de su poder y manipula a los suyos de acuerdo a sus propios intereses, hasta que se consigue su caída. El libro muestra episódicamente esos dos movimientos: el esplendor del poder y la rebelión contra el poder. En relación con ello, resulta significativo que al final la acción sea evocada y transmitida por un representante del pueblo: de esa forma el hecho alcanzará rango de mito y estará destinada a permanecer en la memoria colectiva de la comunidad como un punto de inflexión en la Historia.

29.6.08

Novela bomba



César Gutiérrez. Bombardero. Edición del autor, 2007.


1
En el tiempo que lleva Bombardero en circulación (e incluso antes), la novela de César Gutiérrez ha desatado una serie de críticas y comentarios de diverso talante. Sin embargo, positivas o negativas, la mayoría de estas reseñas en el fondo dejaban entrever un rasgo común: desconcierto. Y en cierto modo era esperable este tipo de recepción crítica frente a esta novela posmoderna, absolutamente contemporánea, que en definitiva aparecía como una propuesta atípica al interior de nuestras letras.

2
No es casual la mención a Vallejo al inicio de la novela: el cuerpo entero de Bombardero se gesta a partir del dolor del desastre. La pérdida y la incomprensión ante la destrucción que ocasiona la guerra se convierten en el impulso del narrador, para quien la experiencia traumática es doblemente sentida a nivel social y a nivel personal. En Bombardero el dolor impele a la búsqueda de información, genera alucinaciones y hace estallar recuerdos. Así se origina —en esa poderosa licuadora que es el cerebro del narrador— el material con el que va produciéndose el discurso. Porque toda la novela es una cadena de pequeñas explosiones constantes, cuyo delirio febril de escritura es organizado por una gran estructura a partir de coordenadas espacio-temporales. Bombardero es siempre un texto obsesivo que no hace sino martillar con pasión y con rabia las mismas imágenes de amor y muerte que lo perturban. Todo hecho, además, a partir de referencias culturales de apetito omnívoro. Por todo ello, Bombardero exige al lector una competencia previa.

3
En nuestra tradición narrativa no hay nada con lo que Bombardero sintonice cabalmente. Aunque a ratos me parece que, a pesar de las visibles diferencias, pueda vincularse con El cuerpo de Giulia-no, la estupenda novela de Eielson, con la que en ciertos aspectos tiene puntos en común. Justo como en esa obra, la novela contemporánea es un género que más que poseer una estructura determinada está siempre como en búsqueda de una forma propia. Y en ese sentido, sí, podemos criticarle a Bombardero la desmesura y la irregularidad, el condenado afán de Gutiérrez de querer meter todo a la cacerola, incluso lo menos inspirado. Aun en una novela deliberadamente imperfecta como ésta. Pero de ningún modo podemos negarle el valor del riesgo.

4
Líneas arriba mencioné que había cierto desconcierto en las reseñas a este libro. Un ejemplo de este desconcierto tiene que ver con la duda a la hora de darle el calificativo de novela. Por supuesto, respetamos esas opiniones, y lo menciono únicamente porque a mí más bien se me ocurre que Bombardero bien podría ser incluso más de una novela. Por ejemplo, una novela de amor (en esa insistencia elegíaca de mantener encendido el recuerdo de la amada muerta, que se convierte así en un eje vital), una novela política (en el énfasis en documentar el clima histórico-político contemporáneo y en denunciar las ideas demenciales y los mortíferos excesos de sus protagonistas), una novela de lenguaje (en la constante exploración creativa de sus límites y sus posibilidades), o una novela de ciencia ficción (en la narración del horrendo apocalipsis de un mundo en el futuro, pero vivido aquí y ahora).

5
En esta novela la escritura es el modelo del mundo en que vivimos. Ese es su procedimiento y también su logro. Porque en realidad el valor de Bombardero reside en esa forma intensa, dinámica y creativa de intentar aprehender el clima histórico y cultural de los tiempos que vivimos.

6
César Gutiérrez ha conseguido activar una novela bomba en nuestra escena literaria y hasta el momento la cifra de muertos y heridos es incalculable.

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